A las once de la mañana, la fila ya le daba casi toda la vuelta al Teatro Pablo Tobón Uribe. Había sol, y también una expectativa enorme, casi ceremonial. Familias, jóvenes universitarios, adultos mayores, niños tomados de la mano de sus abuelos y cinéfilos solitarios se reunieron en el centro de Medellín para revivir algo que, hasta hace poco, parecía olvidado: Bajo el cielo antioqueño, la primera película filmada en la ciudad. Cien años después de su estreno original en 1925, volvió a proyectarse este domingo en un videoconcierto. La sala estaba a reventar, y por primera vez en mucho tiempo, no se veían celulares encendidos. Solo ojos atentos y murmullos emocionados.
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La entrada era libre, pero muchos no lograron ingresar. El aforo se colmó antes del mediodía. Desde adentro, en el teatro se percibía una mezcla de nostalgia, curiosidad y sentido de acontecimiento. Antes de la proyección, tomaron la palabra representantes clave del mundo cultural y audiovisual del país. El secretario de Cultura Ciudadana de Medellín, Santiago Silva Jaramillo, fue el primero en intervenir: “Más allá de su valor cinematográfico, representa un espejo en el que Medellín se miró a sí misma en un momento de transformación y modernidad”. Calificó la película como “un autorretrato colectivo” de una ciudad que, en los años veinte, intentaba definirse entre la tradición y el progreso.
La musicalización fue obra del semillero Motifilm del ITM y del Ensamble ARCO, que interpretaron una partitura original compuesta por Julián Brijaldo. Debajo de la pantalla, los músicos sostenían un diálogo emocional con las imágenes mudas.
Bajo el cielo antioqueño fue dirigida por Arturo Acevedo Vallarino y producida por el empresario Gonzalo Mejía, quien también protagonizó la cinta. El argumento narra la historia de Lina, una joven de la alta sociedad que se enamora del bohemio Álvaro, pese a la oposición de su padre. Lo que comienza como una historia romántica se transforma en fuga, crimen, juicio y condena. Pero lo que más llamó la atención del público fueron los escenarios: Medellín a comienzos del siglo XX, con tranvías eléctricos cruzando La Playa, quintas afrancesadas en barrios de élite, recolectores de café en las fincas y miradas tímidas bajo sombrillas de encaje. La película, más que un drama, es un documento histórico. Las imágenes sobrevivieron y, con ellas, una visión de ciudad.
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Alexandra Falla, directora de la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, recordó que esta obra “representa un hito, no solo para la ciudad, sino para el cine nacional”. Celebró el proceso de restauración que desde 1997 permitió rescatar el metraje original y hacerlo circular con dignidad ante nuevos públicos. “La memoria no es un tema del pasado. Es un ejercicio para reflexionar sobre el presente”, dijo.
Otra de las intervenciones fue la de María Emma Mejía, nieta de Gonzalo Mejía, quien compartió recuerdos íntimos y entrañables. “Esta película me ha rodeado toda la vida”, dijo. Contó que la cinta original se resguardó en la casa familiar, hasta que fue entregada al archivo patrimonial. Recordó que, durante años, la restauración fue un trabajo artesanal y lento. Hizo un reconocimiento especial al cineasta Víctor Gaviria, quien fue invitado espontáneamente al escenario. “La tradición iniciada por pioneros como Mejía o los Acevedo se transforma hoy en las nuevas narrativas digitales, en los creadores que enriquecen día a día la vida cultural de Medellín”, dijo Gaviria, al recibir un aplauso cálido del público.
La proyección se dividió en dos partes, con un intermedio de quince minutos, y a pesar de las casi dos horas de duración, nadie se levantó. El público estaba completamente entregado a la experiencia. Durante la función, se oían risas suaves, breves exclamaciones, comentarios de asombro. Pero no había distracción. Nadie grababa con el celular, nadie parecía querer estar en otro lugar. Medellín, por un instante, se detuvo a contemplarse en su espejo más antiguo.
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María San Martín Vázquez, estudiante de literatura de la Universidad de Medellín, fue una de las asistentes. “Me sorprendió muchísimo la película, las imágenes, la música, el leitmotiv. No sé cómo se compagina tan bien con las filmaciones que vimos”, dijo al final. Contó que ha estado escribiendo una carta-ensayo a Sofía Ospina de Navarro y que ver la película le pareció íntimamente conectado con esa búsqueda. “El paisaje, las mujeres y la idea de ciudad presentes en Bajo el cielo antioqueño aún laten en la Medellín de hoy”, concluyó.
Otra asistente, Luz María Osorio Rendón, profesora de literatura, valoró el rescate del patrimonio fílmico y subrayó la riqueza visual de la película. “Se ven estructuras de quintas europeas, fuentes, agua, vestuarios que dialogan con otras culturas, y eso me parece bellísimo”, comentó. Se emocionó especialmente al ver el tranvía. “Me pareció maravilloso ver ese paisaje, ver esa ciudad que fuimos. Las generaciones futuras deberían conocer esta historia: eso es realmente ser parte de la cultura de Medellín”.
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Al final, cuando la película concluyó con una escena que celebra el amor por encima del juicio social, la sala estalló en aplausos. Hubo ovaciones. Algunos espectadores permanecieron sentados varios minutos después, como si no quisieran que el hechizo se rompiera. No era solo nostalgia. Era la confirmación de que este fragmento de ciudad, rodado hace un siglo, seguía existiendo.