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Entre la herida y la memoria: cómo Japón hizo del sufrimiento un tipo de arte

El terror nipón no busca asustar, sino mostrar las heridas. Desde el cine de posguerra hasta las narrativas digitales, su estética del trauma ha convertido el miedo en una forma de reflexión cultural.

  • En la estética del horror japonés contemporáneo, el trauma y la memoria se transforman en arte visual. FOTOS redes sociales
    En la estética del horror japonés contemporáneo, el trauma y la memoria se transforman en arte visual. FOTOS redes sociales
  • Entre la herida y la memoria: cómo Japón hizo del sufrimiento un tipo de arte
hace 1 hora
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El horror japonés nunca ha sido solo un género: es todo un lenguaje para entender el sufrimiento. Desde las primeras películas de posguerra hasta las ficciones digitales de hoy, Japón ha explorado el trauma como si fuera una disciplina artística.

En Occidente, el miedo suele resolverse con la derrota del monstruo; en Japón, en cambio, el monstruo es la memoria. Nunca se elimina, solo se puede contemplar y en ese acto hay un tipo de belleza muy particular que nace de lo que no se puede reparar del todo, similar al Kintsugi, el antiguo arte japonés de arreglar cerámica rota, rellenando las grietas con laca y polvo de oro, como cicatrices que nunca se ocultan.

Takashi Shimizu, en el filme de culto Ju-on (2002), no contó la historia de una casa embrujada sino una culpa que se repite. La maldición (en japonés “ju-on”) es la consecuencia del rencor y la violencia doméstica, un residuo emocional que se vuelve físico.

En palabras del crítico Dave Kehr, del New York Times (2004), la cinta “sugiere que derrumbar el pilar de la responsabilidad hacia los padres desata el caos”. Por eso, lo que asusta en Ju-on no son los fantasmas sino el eco de un deber no cumplido, esa herida invisible de la familia japonesa moderna.

Esa inquietud de la imposibilidad de romper con el pasado atraviesa también el aclamado manga Uzumaki (1998), la obra de Junji Ito. Allí, un pueblo entero cae bajo el hechizo de una espiral. No hay monstruos definidos, solo una forma que se repite y que, con cada vuelta, distorsiona cuerpos y mentes.

La espiral es símbolo y condena, pues representa la obsesión, la recurrencia del trauma, ciclos que no terminan. En palabras del crítico Elijah González, en Paste Magazine, “no hay criaturas que aterren, sino una forma; y esa forma se vuelve tan amenazante como cualquier espectro”.

El miedo japonés, a diferencia del occidental, no tiene un clímax; tiene un ritmo. Se despliega con la paciencia del agua que erosiona, gotas que caen en la mitad de la frente de un torturado, una tras otra. En ese ritmo hay algo profundamente estético: el sufrimiento no se oculta, se diseña. El silencio, la repetición, la simetría de imágenes, los diálogos en viñetas mínimas: todo contribuye a una poética de lo reprimido.

Entre la herida y la memoria: cómo Japón hizo del sufrimiento un tipo de arte

Es un arte de mirar el dolor sin convertirlo en espectáculo, aceptar que el horror no siempre viene de fuera sino de dentro. En esa tradición -películas como Kwaidan (1964), Ringu (1998), la saga Ju-on o incluso la versión anime de Uzumaki (2024)- se ha forjado una sensibilidad que hoy encuentra su nuevo territorio en las narrativas interactivas.

Las ficciones japonesas contemporáneas ya no solo buscan asustar. Están transformando el miedo en experiencias estéticas, ya sea en YouTube o en videojuegos que heredan ese linaje, hay varios productos culturales que confirman que el trauma nipón sigue siendo hoy una forma de narrar lo bello.

Venganza y espirales

Si Ju-on exploraba el peso del deber y Uzumaki la obsesión, el recientemente lanzado Ghost of Yōtei junta esos conceptos y los suma a la venganza como arte visual. Sucker Punch, el estudio estadounidense detrás de la saga de PlayStation, vuelve a Japón con una mirada reverente y, por primera vez, femenina. Atsu, su protagonista, es una samurái marcada por la pérdida. Su familia fue asesinada por los Seis de Yōtei, una banda de criminales a los que juró aniquilar. Pero la historia no es solo un relato de venganza, es también un viaje de contemplación a través del paisaje japonés, una oda al duelo envuelta en sangre.

El crítico James Busby la describió en Dexerto como “una danza meditativa de extremidades volando y gritos ahogados”. Y no exagera: el combate, con sus katanas dobles y sus odachis pesados, parece coreografía más que violencia. Cada enfrentamiento está diseñado con una precisión estética que recuerda a los duelos de las películas de Akira Kurosawa. La brutalidad no contradice la belleza. La completa.

Keza MacDonald, editora en The Guardian, escribió que Ghost of Yōtei “es el relato más gráficamente hermoso jamás visto” y que su heroína “disfruta tanto, como el espectador, el acto de la venganza”.

Ese disfrute no se muestra banal, sino como un ejercicio de catarsis. En el universo de la obra vengarse no es destruir: es purificar. Atsu, interpretada por la estadounidense Erika Ishii, encarna la paradoja de la Onryō (espíritu vengativo del folclor japonés) que destruye para restablecer el equilibrio. “En su forma más cruda, Atsu tiene miedo y es vulnerable. Representa lo que ocurre cuando uno se rinde a la ira y al dolor”, comenta en entrevista Ishii.

Esa vulnerabilidad es el alma de la historia. Los paisajes de la región montañosa de Ezo, al norte de Japón en el periodo Edo, no son solo escenarios, sino estados emocionales. La nieve, los atardeceres, el viento y la niebla se mueven al ritmo de la protagonista, como si la naturaleza fuera cómplice de su cólera.

Esta narrativa es como un haiku visual y convierte cada combate en un acto ritual. Cuando Atsu clava su espada en el enemigo, no busca placer ni justicia, sino sentido. Y en esa búsqueda, el espectador comparte la misma melancolía, la de quien sabe que la violencia no repara, pero tampoco puede detenerla.

En Ghost of Yōtei, el trauma se manifiesta como movimiento. Y en Silent Hill F, videojuego de Konami, ese sentimiento se repliega hacia adentro. El primero convierte el duelo en paisaje; el segundo, en laberinto.

La historia, escrita por Ryukishi07 (creador de Higurashi When They Cry), se ambienta en la Japón rural en la década de 1960. El horror no surge de lo sobrenatural sino del patriarcado. Hinako, una estudiante tímida, enfrenta un entorno que la asfixia con un padre abusivo, una sociedad que le dicta cómo comportarse y una comunidad con el silencio como norma.

Lo monstruoso, en Silent Hill F, no es el enemigo sino la vida. “Es una obra sobre los horrores que nos infligimos como sociedad”, escribió el crítico Hayes Madsen en el portal especializado Inverse. Y Keith Stuart, en The Guardian, comenta que “los monstruos que acechan a Hinako son versiones grotescas de los miedos cotidianos de todas las adolescentes”.

El guion, atravesado por una crítica explícita a los roles de género de la era Shōwa (época de reinado del emperador Hirohito), convierte la carne en metáfora.

Los cuerpos que se ven en pantalla mutan, florecen y se pudren. El miedo se expresa a través de la piel. La protagonista lleva un diario donde anota lo que ve, pero también lo que siente y esa voz interior es clave: el trauma no se muestra solo en lo visible, también en la narración misma.

La música de Colin Stetson (una especie de mezcla entre respiraciones y metal retorcido) amplifica la sensación de claustrofobia. Cada sonido es un eco del cuerpo, un recordatorio de que el horror no proviene del exterior, sino de la imposibilidad de escapar de uno mismo.

En ambas ficciones, la venganza y la culpa se funden con la contemplación. En una, la espada corta para liberar; en la otra, la espiral encierra para recordar. Y las dos coinciden en que el sufrimiento es una forma de conocimiento para la cultura nipona.

La herencia digital del miedo

El horror japonés siempre ha sido espejo de sus tiempos. Ju-on reflejaba el miedo doméstico de una sociedad que envejecía y con bajas tasas de natalidad a principios de siglo; Uzumaki, la ansiedad de un país girando en círculos de consumo y alienación, en la llamada Década Perdida que llevó a su más profunda crisis por la burbuja financiera en los 90.

Hoy, en plena era digital, ese miedo muta otra vez. Ya no proviene de espíritus, onis (ogros) o sangre, sino del espejo retroiluminado de la pantalla. Ese cristal negro (Black Mirror) donde vemos lo peor y lo mejor de nosotros mismos, como plantea la popular serie de Netflix.

En ese territorio opera el enigmático Uketsu, escritor y creador multimedia que ha trasladado el horror japonés a la esfera de la conexión permanente a Internet.

En sus relatos, que difunde en blogs, plataformas de video y libros, el trauma no necesita fantasmas: basta una interfaz. Uketsu explora cómo la soledad, el deseo y la memoria se entrelazan en narrativas artificiales que simulan intimidad y afecto, territorio donde la identidad de él mismo y de sus personajes se disuelve.

Su obra no se limita a la literatura: habita la frontera entre lo performativo y lo interactivo. Desde videos de ficción hasta hilos narrativos en línea, el genial Uketsu ha construido un nuevo tipo de relato donde el miedo no proviene del más allá sino del algoritmo.

En sus historias, los personajes buscan consuelo en la memoria y la imaginación, el horror surge de la evidencia de que ese vínculo nunca les corresponde.

Es como si el autor prolongara la sensibilidad de obras como Uzumaki o Silent Hill F, pero con más obsesión, aislamiento y deseos reprimidos.

Sus textos funcionan como espejos del presente y el espectador deja de ser testigo para convertirse en juez y parte. No hay casas embrujadas, sino personajes de carne y hueso que se equivocan, dicen mentiras o, a veces, solo devuelven la mirada.

Esa mutación del horror japonés redefine también su belleza, pero la herencia se mantiene. En Silent Hill F y las obras de Uketsu, el miedo sigue siendo un ejercicio de contemplación.

Como escribió Elijah González en Paste Magazine, “el horror se vuelve hermoso cuando se reconoce como parte del orden natural”, una idea que parece atravesar toda la tradición japonesa: el sufrimiento como disciplina, el duelo como narrativa y la imperfección como forma de recordar.

El trauma en la cultura japonesa no se cura ni se supera. Solo se acepta. En la repetición de espirales, la niebla, el ruido de una pantalla de TV, los silencios incómodos, el dolor físico y las verdades a medias, el horror se convierte en arte.

Cada generación japonesa parece volver al mismo motivo: la imposibilidad de escapar del propio pasado. En Ghost of Yōtei, esos inevitables recuerdos se convierten en venganza. En Silent Hill F, en represión. En Uzumaki, en maldición. En Ju-on, en herencia, y con Uketsu en misterio y experimentación.

Más que historias, todos son ejercicios de contemplación. Verlas, leerlas o experimentarlas implica entrar en un espacio donde la belleza nunca está en lo perfecto, sino en lo innegable e irremediablemente roto.

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