Por Manuela Botero Thiriez
Recuerdo a Álvaro como el espectro de una sonrisa.
Una sonrisa muy amplia
Generosa, bonachona, diáfana
Que ha eternizado en mi el recuerdo de su rostro,
de todo él.
Unos ojos que brillaban como dos estrellas, aún a los 60
Vestido con un overol de blue jean, camiseta blanca y chanclas
Parecía un mecánico gringo o
un San Francisco de Asís en los años 80.
Ambos era.
Nacido en una familia acomodada de Medellín en1929, Álvaro Villa, el hombre de quién les hablo, de aquellas personas que uno siempre agradece haberse cruzado en el camino, se movía como pez en el agua entre la tierra y el cielo.
Por un lado, el mundo práctico de ingeniero mecánico graduado en la Universidad de Notre Dame, que en los últimos 20 años de su vida puso todos sus conocimientos y experiencias al servicio de proponer, a través de su proyecto de Granjas Integrales Autosuficientes, una vida más digna para que los niños y los campesinos colombianos no se vieran obligados a buscar una vida miserable en la ciudad.
Por otro lado, el mundo sublime y espiritual del canto y la música que Álvaro cultivó durante sus años en Estados Unidos de la mano de los Von Trapp, la familia que inspiró la famosa película La novicia rebelde, y gracias a quienes conoció a su esposa y madre de sus 5 hijos, Carolina Evans.
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La música era una presencia constante en Las Brujas, la finca de su niñez en Envigado y luego casa de esta familia de músicos, bailarinas, gente buena, gente comprometida desde diferentes campos con el bienestar de un entorno que en la década de los 80’s se volvió cada vez más problemático.
En honor a este hombre que merece tanto ser recordado, en buena hora su hija María Sara Villa Evans, bailarina paisa y ahora enfermera exiliada en Estados Unidos, decidió contarnos, como un exorcismo, la historia de su familia, de una familia ejemplar que vivió en Medellín y tuvo que dejar a Medellín (físicamente).
Adiós, Estelaria es un libro que a lo largo de sus 233 páginas, nos lleva de la mano por la historia íntima de una familia que súbitamente se enfrenta al horror absurdo de la violencia. Historias como esta deberían ser más contadas y publicadas en Colombia, para nunca olvidar, para rendir homenaje a quiénes se nos llevó la violencia.
Así, que en buena hora también, la editorial Angosta sacó a la luz en julio de 2024 el manuscrito en el que María Sara trabajó tantos años primero en inglés y luego en español para tratar de explicarse a sí misma lo inexplicable: cuando esta vida cotidiana polifacética de canto lírico, preparación de quesos de cabra, amistades campesinas, austeridad y filantropía, se tornó en una pesadilla.
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Era julio de 1989. Un mes antes Álvaro había cumplido 60 años y estaba pensando en la “jubilación”, que en su caso, tal vez querría decir pasar más tiempo con sus nietos, dedicarse más al coro Tonos Humanos del que él y Carolina hacían parte, y caminar un poco más despacio por la misión que lo ocupaba de pies a cabeza: el funcionamiento de tres granjas experimentales autosuficientes que había echado a andar en distintos lugares de Antioquia como vivo ejemplo de cómo, con tecnologías apropiadas y accesibles (una bicicleta, un biodigestor de metano en la chanchera), las familias campesinas podían convertir sus pequeñas parcelas en unidades productivas autónomas.
Una de estas granjas, que tuve la suerte de conocer para un trabajo universitario, funcionaba en una finca en los altos de Envigado, a 30 minutos de Las Brujas, que Álvaro había comprado en la década de los 60 y que bautizó Estelaria en honor a esa florecita blanca que crece como maleza y parece una estrella. Aquel día de julio, mientras Álvaro arreglaba algo y Carolina trabajaba en sus quesos, llegaron a pie dos hombres que se presentaron como guerrilleros supuestamente desarmados y le pidieron a Álvaro que los acompañara pues querían enviarle, a través suyo, un mensaje al gobierno de Virgilio Barco.
Álvaro aceptó la “invitación” ingenuamente y sin oponer resistencia –tampoco tenía otra opción–; se despidió de Carolina, cogió las llaves del carro y le dijo que estaría de regreso en un par de días. María Sara, que para entonces hacía un curso de danza en Washington, cuenta cómo poco a poco la familia fue despertando a la realidad de que la supuesta invitación era realmente un secuestro y que lo que querían los autodenominados guerrilleros no era enviar ningún mensaje: lo que pedían era un millón y medio de dólares en efectivo.
Ahí comienza una tortura que no tiene nombre, un juego despiadado en el que voces anónimas los atormentaban por teléfono con señuelos redactados como adivinanzas, obligándolos durante 6 meses a recorrer la ciudad, desde los baños de la Biblioteca Pública Piloto, teléfonos públicos de cualquier esquina, hasta Itaguí y Caldas, en busca de pruebas de vida, en una especie de macabra carrera de observación.
Nunca pudieron recuperar las cenizas de Álvaro. Carolina murió años después, como diría García Márquez y lo dice María Sara, “de tristeza”. Esta familia idílica vive hoy desperdigada por el mundo y a finales del año pasado algunos de ellos y sus hijos, se volvieron a dar cita en Las Brujas para junto al coro de Tonos Humanos ofrecerle un réquiem final y un homenaje a través de Adiós, Estelaria al legado de este paisa ejemplar que trabajó desde la tierra y el cielo por una Colombia más justa.
“Si alguien involucrado en el secuestro y muerte de mi papá lee estas palabras. Si algún descendiente de quienes secuestraron a mi papá lee estas palabras.
Lo siento desde lo más profundo de mi corazón.
Créanme que entiendo.
Todos perdimos.
Yo viví sin mi papá.
Mi mamá murió de pura tristeza.
Mis hijos no conocieron a su abuelo.
Colombia perdió a una persona que hacía el bien y buscaba así la paz para nuestro país”. Epílogo.