En una de las partes más escondidas del centro oriente de Medellín hay un tesoro escondido: una piscina natural de la que varias generaciones atesoran recuerdos.
Cuando en el mundo se imponen como último grito de la moda las piscinas de un solo carril, que son diseñadas para que una sola persona nade a la vez, una oda al individualismo y a la excentricidad, esta tiene esa forma por necesidad o por un capricho de las fuerzas que han guiado el crecimiento de la capital antioqueña y no por la voluntad de alguien en especial.
La piscina de La Libertad queda en una especie de limbo que algunas de las personas con las que habló EL COLOMBIANO ubican en el barrio Caicedo, pero otras dicen que es de Villatina y algunas más aseguran que es de Llanaditas.
Tiene un metro de ancho por unos doce metros de largo. A una persona de 1,70 metros el agua le llega a las pantorrillas en la parte más superficial y le tapa hasta poco más arriba del ombligo en la más profunda. Eso hace que a muchos niños, que son su principal “clientela”, les sirva hasta para entrenarse como clavadistas.
Lo más sorprendente y hasta milagroso si se quiere es que la fuente de agua estuvo acá antes de que existiera siquiera el barrio y sobrevive a pesar del afán de urbanizar hasta en los sitios más insospechados. Por acá, de hecho, se nota que las casas las hicieron sin seguir un orden y por eso la vía curvilínea que llaman Ratón Pelao, por donde acceden los buses de Villatina y los carros particulares, reta al más hábil conductor en cuanto al manejo de la cabrilla, reflejos y capacidad para lidiar con espacios reducidos. Por algo será que el sector es también conocido como La Estrechura.
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Es viernes, 27 de junio; los escolares están en plenas vacaciones y, después de los aguaceros que tienen a la ciudad en calamidad, hay un sol abrasador. Poco después de las diez de la mañana arriban casi al mismo tiempo tres niños.
Arley Hinestroza, un chocoano de 12 años y que cursa quinto grado, viene con su primito Leandro Palacio, de 7 años y estudiante de segundo. El primero habita a unas pocas cuadras de acá, el otro es de Santo Domingo y a causa de la avalancha que deja ya más de una veintena de muertos en el límite entre Bello y la capital antioqueña, lo mandaron unos días para donde sus parientes. Arley, el más grande, dice con orgullo que él es el mejor arquero de los alrededores. Ahora, en la temporada de vacancia del estudio todo su tiempo será para derrochar energía en las canchas cercanas y para poder echarse más chapuzones en la piscina comunitaria, donde no hay tarifas ni reglas especiales como usar pantalonetas de licra.
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El jovencito con dotes de araña confiesa algo tímido que, fuera de las que ha visto en las películas, esta es la única piscina que ha probado en su vida, porque en la escuela no lo han llevado jamás a un parque recreativo y es evidente que la familia tampoco tendría cómo acceder por cuenta propia a un sitio de diversiones acuáticas. Por su parte, Leandro asegura que va con frecuencia a la piscina en su barrio, pero que esta le gusta más porque puede nadar mejor bajo el agua.
Con toda naturalidad, como si estuvieran dentro de su casa, ambos se quitan la ropa que traen puesta y se lanzan al agua para comenzar a chapotear en la orilla menos profunda.
El tercer “delfín” es Johan López, también de 12 años, estudiante de sexto y más ágil de palabra que los dos anteriores. Se nota que lleva mucho más tiempo en el vecindario y que es más veterano en lo que tiene que ver con la piscina, si bien apunta que ya no viene tanto como antes debido a una infección que le surgió en la piel y se le despierta con cualquier desmande.
Cuenta que normalmente, en días calurosos, acuerda una hora con sus amigos para verse acá y cada uno aterriza por su lado. Pero incluso a veces la goma es tanta que si llueve no reparan en quedarse. Es decir que el charco urbano con formaletas de cemento es un punto de encuentro.
Johan viene listo con su pantaloneta y lo único que requiere para zambullirse es quitarse la camiseta y ponerla en la baranda amarilla, a un lado. Se tira decidido y empieza a bracear bajo el agua hasta que sale al extremo contrario.
Entonces emerge con un grito de victoria por su logro. No obstante, apuntará después que no tiene tantos pulmones como Jordi, el campeón de las apneas por acá, que hacía tres piscinas sin respirar ni una vez. Se trata de un adolescente de 14 o 15 años que también es futbolista como Arley. No ha vuelto pero su leyenda sigue intacta.
Jordi también era uno de esos osados que cuando no estaba el pasamanos metálico pintado de amarillo como barrera, se subía al descanso de las escalas de una vivienda localizada a la derecha de la piscina y se clavaba desde unos tres metros de altura. La experiencia lo había dotado de una técnica indispensable para no ir a dar con el impulso a la pared del lado contrario, de manera que en el aire su cuerpo daba una curva hacia un lado para aterrizar a lo largo y no a lo ancho de ese minúsculo espacio y en una especie de planchazo, no muy en picada, pues ambas cosas podían tener consecuencias fatales. Si los muchachos no se subían a una altura mayor, hasta la entrada del segundo piso para tirarse no era por falta de ganas o de arrojo sino porque el dueño, don Argemiro Mejía, les lanzaba el alarido cuando los veía.
Además, no faltaba el maldadoso que arrojaba a los niños en posición de columpio haciéndolos aporrear. Por eso, más o menos en 2020, antes de la pandemia, el Municipio puso el pasamanos para evitar esas situaciones. “Hoy solamente los más profesionales se tiran”, dice Johan. El represamiento es aprovechado igualmente como lavadero de carros y motos y no falta tampoco una que otra persona que, a la usanza de los pueblos ribereños, va a restregar prendas de vestir.
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El cauce adaptado como piscina cuenta con un sistema de sifones para evacuar el agua, por eso el caudal permanece constante pero además, gracias a ese mecanismo, cuando el piso se pone liso por el moho algún espontáneo quita los tapones y evacua la mayor parte del agua para darle una limpiada.
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Si bien no siempre ha tenido forma de piscina, la fuente de agua de La Libertad ha existido desde que los más antiguos pobladores tienen memoria.
Argemiro Mejía, de 65 años y con cuatro décadas en el barrio, relata que este sitio le sirvió a él para divertirse, luego a sus hijos que ya están mayores también y ahora son los nietos los que se gozan de la misma manera, todo un privilegio que difícilmente tienen otros citadinos en estos tiempos. Y quien fuera a creer que los afortunados son estos habitantes de un barrio carente de muchas cosas, pero no de risas.
Hace muchos años, antes de que levantaran este enjambre de casas apeñuscadas, esto era una manga y el centro era un charco inmenso que se formaba con el torrente de la quebrada La Gallinaza, que viene de más arriba de Villatina. Hacia 1990, cuando Caicedo era una de las zonas con más altos niveles de peligrosidad de la ciudad, emprendieron la canalización del lecho e iban a esconder bajo cemento esta parte, así como lo han hecho con tantas quebradas en la ciudad. Entonces los integrantes de la banda que dominaba el sector les hizo una “amable” recomendación a quienes acometían la obra: “Si tapan ese charco, les volamos eso”. Y por obra y gracia de la disuasión el cauce quedó descubierto y cumpliendo el papel de piscina.
Después, una vecina de la parte superior que tenía un hijo con dificultades para caminar ganó una tutela que obligó al Municipio a hacer un sendero y este sirvió para darle la forma que hoy tiene.
Maribel, de 46 años, cuenta que en sus tiempos de niñez no perdía oportunidad para venir al charco o piscina y hasta se volaba de la escuela Fe y Alegría con ese fin.
La anécdota que no se le olvida es de un día en que su mamá anunció que salía para el Centro a hacer unas diligencias y ella aprovechó la oportunidad, trayéndose al hermanito menor, con tan mala suerte que él terminó con la cabeza rota y seis puntos de sutura por un clavado fallido, mientras que ella, por ser la mayor y por consiguiente responsable de la travesura, fue quien recibió la infaltable pela.
Ya de madre ella también, les prohibía a sus hijos –hoy de 30, 26 y 20 años– meterse a la piscina. No obstante, hace dos semanas, en un fin de semana en que se reunió con sus amigas de infancia a tomar unas cervezas, terminaron en la piscina mascullando remembranzas.