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Medellín y el fetichismo de la resiliencia

19 de julio de 2025
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  • Medellín y el fetichismo de la resiliencia

Por Aldo Civico - @acivico

En Medellín, la palabra “resiliencia” se pronuncia con un sentido de orgullo. Aparece en los discursos oficiales, en los murales y en las camisetas que celebran la capacidad de levantarse repetidamente ante el sufrimiento. Sin embargo, detrás de esta celebración hay un aspecto que rara vez se menciona: la resiliencia, cuando se convierte en una obligación, puede transformarse en una trampa.

Lo he notado en los ojos de una líder comunitaria que me confesó que no ha podido dormir bien en años, pero se mantiene “firme” porque siente que no puede permitirse flaquear. Lo escuché en la voz entrecortada de un joven que ha presenciado la muerte de sus amigos, pero hace un esfuerzo por demostrar que “todo está bien”. Lo siento en el ambiente de la ciudad: una combinación de agitación constante y un profundo cansancio que nadie se atreve a nombrar. Medellín ha convertido la resistencia en parte de su identidad. Y, en cierto modo, eso ha sido crucial. Gracias a ese impulso de supervivencia, la ciudad ha logrado progresos que han sido reconocidos a nivel mundial. Sin embargo, cuando la resiliencia se convierte en una obligación perenne —cuando no hay lugar para el descanso, la pausa o el llanto—, deja de ser una virtud y se transforma en una carga.

Nos hemos acostumbrado a seguir adelante. A no detenernos. A mostrar nuestra mejor imagen. Pero bajo esa apariencia, hay un cuerpo colectivo fatigado. Un sistema emocional que nunca ha tenido la oportunidad de dolerse. Porque aquí, el dolor se oculta. Se disfraza. Se convierte en productividad, en hiperactividad, en discursos de superación que pasan por alto la fragilidad. Ese es uno de los bucles más sutiles y perjudiciales de Medellín: el fetichismo de la resiliencia. Nos han enseñado que ser fuerte implica no quebrarse, no solicitar ayuda, no hacer pausas. Pero esa narrativa nos ha llevado a rechazar el dolor. Y lo que no se nombra, no se sana. Lo que no se permite sentir se acumula en el cuerpo, en las relaciones y en los barrios. Hay demasiadas personas en Medellín sufriendo colapsos invisibles. Cuerpos exhaustos. Mentes al borde. Almas que claman en silencio. Y mientras tanto, continuamos celebrando nuestra capacidad de seguir adelante.

Pero, ¿hacia dónde avanzar? ¿A qué precio? Para lograr una transformación auténtica, Medellín debe dejar de cargar con todo por sí sola. Requiere espacios donde el cuidado no sea un lujo, sino una práctica habitual. Donde se pueda llorar sin sentir vergüenza, descansar sin culpa, y expresar “no puedo más” sin ser juzgado. Necesitamos una nueva narrativa. Una que no nos demande ser héroes constantes, sino seres humanos plenos. Una narrativa en la que la sanación no se considere debilidad, sino un acto de valentía. Quizás ha llegado el momento de realizar una pausa colectiva. De despojarnos de la armadura. De reconocer que la resiliencia, sin ternura, se convierte en opresión. Y tal vez, solo tal vez, ahí comience el auténtico renacer de Medellín: no cuando seguimos soportando, sino cuando finalmente nos concedemos el permiso de sanar..

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