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Por Aldo Civico - @acivico
Donald Trump no negocia. Impone. No construye acuerdos. Los dinamita. No busca consensos, sino sumisión. Esta semana, anunció un arancel universal del 10 % para todas las importaciones y elevó los aranceles a productos chinos hasta un 145 %. A México lo amenazó con sanciones y nuevas tarifas por supuestamente incumplir el Tratado de Aguas de 1944. ¿El resultado? Una escalada de represalias, mercados inestables y un clima de desconfianza global que se extiende más allá de las fronteras comerciales. Nada de esto es nuevo. Ya en The Art of the Deal, Trump dejaba claro que su estrategia es la presión constante: “Simplemente, sigo empujando y empujando y empujando hasta conseguir lo que quiero”. Lo que para otros líderes sería diplomacia, para él es una guerra de desgaste. En el libro relata cómo compró acciones de Holiday Inn sin intención de mejorar la empresa, sino para presionar desde dentro y forzar una compra ventajosa. “Si la prima es lo suficientemente alta, venderé,” escribe.
Ese mismo patrón se repite ahora a escala global. En lugar de sentarse con China a revisar prácticas comerciales, Trump impone castigos arancelarios que ya han provocado que Pekín responda con tarifas del 125 % a productos estadounidenses. El resultado no es una corrección del desequilibrio, sino una guerra comercial que, según la ONU, podría reducir el comercio bilateral en un 80 % y afectar gravemente a países en desarrollo. Mientras tanto, las cadenas de suministro se rompen, los costos aumentan y las tensiones geopolíticas se agravan. Con México, el patrón es aún más revelador. La disputa gira en torno al suministro de agua del Río Bravo. México alega que las sequías han dificultado cumplir el acuerdo; Trump responde con amenazas. En lugar de explorar soluciones técnicas o plazos razonables, lanza advertencias públicas para “defender a los agricultores texanos”. Pero esta no es una defensa: es una provocación que pone en riesgo la cooperación entre ambos países en temas críticos como seguridad, migración, comercio e infraestructura fronteriza.
William Ury, coautor de Getting to Yes, afirma que el error más común es confundir dureza con efectividad. Para Ury, “el poder verdadero no viene de forzar al otro, sino de construir acuerdos duraderos basados en intereses comunes”. Trump hace lo contrario: convierte cada conversación en un juego de suma cero, donde o gana él, o pierde todo el mundo. Su enfoque no permite espacio para la confianza, la empatía ni el entendimiento mutuo.
El problema con esta filosofía es que destruye el activo más importante en cualquier relación internacional: la confianza. Cuando Trump cambia las reglas del juego cada semana, los aliados se alejan y los competidores se endurecen. Las empresas retrasan inversiones. Los mercados reaccionan con nerviosismo. Y los ciudadanos —tanto en Estados Unidos como en el extranjero— pagan el precio con productos más caros, empleos más inseguros y menor estabilidad. Negociar no es intimidar. No es castigar. Es entender. Es construir soluciones sostenibles. Trump no lo entiende, o peor, no le interesa. Y así, el que se autoproclama el gran negociador está dejando a Estados Unidos más aislado y menos confiable.