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Un Nobel agridulce

El Nobel a María Corina —un reconocimiento a su valentía— es también un amargo recordatorio de que el gobierno de Colombia no hizo nada para ayudarla.

hace 3 horas
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  • Un Nobel agridulce

Por David González Escobar - davidgonzalezescobar@gmail.com

María Corina Machado recibió este viernes el Premio Nobel de la Paz “por su incansable labor de promoción de los derechos democráticos del pueblo de Venezuela y por su lucha para lograr una transición justa y pacífica de la dictadura a la democracia”.

Un reconocimiento merecido para una mujer que le devolvió la ilusión a un país que parecía resignado a la inercia de más de dos décadas del régimen chavista en el poder. María Corina, tras consolidarse —indiscutiblemente— como la futura líder de una oposición que llevaba años de disfuncionalidad, se enfrentó a un autoritarismo que hizo todo a su alcance para intimidarla y negarle participación en unas elecciones aceptadas a regañadientes: pero ni siquiera la exclusión de su nombre del tarjetón la disuadió de insistir en su esfuerzo por demostrar que la mayoría de venezolanos quería recuperar la democracia.

Logró no solo que Edmundo González ganara, de manera limpia y sin violencia, la mayoría del voto, sino que también tuvo la astucia de liderar una operación para dejar pruebas fehacientes del fraude que se anticipaba, dejando al descubierto la ilegitimidad del gobierno de Maduro.

Pese a ello, la noticia alegra y amarga a la vez.

Por un lado, porque a pesar de lo simbólico del Nobel, Maduro va ganando: más de un año después de las elecciones, a pesar de la presión internacional, el círculo de poder cada vez más reducido de Venezuela no se ha inmutado.

Mientras María Corina se ha visto obligada a vivir durante meses en la clandestinidad, la capacidad de represión del gobierno de Maduro y la cleptocracia anclada en distintas capas de la administración hace que no solo nuestro país vecino cada vez se aleje más de ser una democracia, sino que el futuro precio de una transición aumente: una intervención dejaría un costo humano inmenso ante un aparato represivo que se ha dedicado a fortalecerse militarmente, y pensar en un tránsito rápido en un país lleno de “señores de la guerra”, que se han acostumbrado a las rentas ilegales y al desfalco del Estado, hace que, incluso en un escenario optimista, el retorno a la institucionalidad en Venezuela pinte lejano.

Pero más grave aún es el papel de complicidad de Colombia en la permanencia de Maduro.

Petro, capaz de ver dictaduras y nazis en todos lados —sobre todo cuando se trata de instituciones de la sociedad civil colombiana—, claudicó ante el fraude en Caracas. Tras la defensa, previo a los comicios, del sistema electoral venezolano como uno de los más “sólidos y confiables del mundo” por parte de altos miembros del movimiento del presidente, la Casa de Nariño —tan confrontacional en casa, al punto de ondear la bandera de la “guerra a muerte” contra su oposición— optó frente a Venezuela por una ambigüedad que favoreció a Maduro: desde los tímidos reclamos de “publíquense las actas”, que quedaron en el olvido cuando nunca se divulgaron, pasando por la equiparación de las sanciones con el fraude, hasta la idea extemporánea de que la oposición despojada de su victoria debía conformar con el régimen un “Frente Nacional”. El objetivo de fondo fue el mismo: ganarle tiempo a Maduro, que terminó saliendo indemne.

Así, el Nobel a María Corina —un reconocimiento a su valentía por tratar de hacer valer la democracia por vías pacíficas— funciona también como un amargo recordatorio de que el gobierno de Colombia no hizo nada para ayudarla. Y exhibe que al presidente no le incomodan el autoritarismo ni la violencia en sí mismos, sino únicamente cuando ese fenómeno no se alinea con su visión ideológica.

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