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Por María Clara Posada Caicedo - @MaclaPosada
En los últimos años se ha hecho evidente una verdad que estuvo latente durante siglos: existe una conexión profunda entre las ideas liberales -la defensa de la libertad, la familia, la propiedad, la seguridad y la responsabilidad individual- y el liderazgo femenino. No es una coincidencia ni una moda pasajera. Es el resultado de una historia larga, dolorosa y a la vez luminosa, donde las mujeres, relegadas durante generaciones a la sombra del poder, desarrollamos una comprensión íntima del valor de aquello que el liberalismo busca proteger.
Durante siglos, las mujeres vivimos bajo estructuras patrimoniales que nos despojaban de autonomía. Nuestro patrimonio era administrado por otros. Nuestras decisiones, supervisadas o anuladas por terceros. Nuestra libertad, limitada por normativas sociales y legales que recordaban a diario que el poder no nos pertenecía. En ese mundo de restricciones, la propiedad era más que un bien: Era el símbolo de una independencia que nos estaba negada. La libertad no era un concepto abstracto, sino un horizonte ansiado. La seguridad no era un lujo, sino la garantía mínima necesaria para proteger lo poco que podíamos llamar nuestro. Y la familia, a falta de derechos públicos, era el único espacio donde podíamos ejercer un liderazgo auténtico. Quizá por eso, cuando una mujer adopta las ideas liberales, lo hace desde un lugar de convicción profunda, no desde la comodidad de la teoría.
Sus valores –nuestros valores– parten de una experiencia histórica de vulnerabilidad que convierte cada conquista de autonomía en un acto moral. Aprendimos que el Estado que promete proteger puede, con la misma facilidad, convertirse en un aparato que decide por nosotras. Que la planificación centralizada suele ignorarnos. Que la tutela perpetua, disfrazada de paternalismo, termina siendo una cárcel. Por eso tantas mujeres miramos con recelo el intervencionismo estatal y abrazamos con fuerza la responsabilidad individual, la libre empresa y el derecho a decidir el rumbo de nuestra vida.
No sorprende entonces que tantos liderazgos femeninos influyentes de nuestro tiempo emerjan precisamente desde visiones liberales, conservadoras o de derecha democrática. Margaret Thatcher, con su férrea defensa de la libertad económica. Giorgia Meloni, que reivindica la familia y la identidad como pilares de la república moderna. Cayetana Álvarez de Toledo, cuya voz intelectual se ha convertido en referente del constitucionalismo liberal y en inspiración. Sanae Takaichi, símbolo del conservadurismo democrático japonés. A ellas se suman mujeres que desde distintas culturas reivindican la autonomía como esencia del progreso: Ursula von der Leyen, con su claridad sobre seguridad y competitividad; Priti Patel, firme en el orden y la protección ciudadana; Nikki Haley, ejemplo de mérito y responsabilidad individual; Kristi Noem, defensora del emprendimiento y las libertades estatales; Penny Mordaunt, exponente de una derecha moderna y meritocrática; Isabel Díaz Ayuso, que convirtió la libertad en una bandera emocional y política; y María Corina Machado, quizá la síntesis más épica del liderazgo femenino liberal, capaz de desafiar una dictadura desde la fuerza moral de la libertad.
Ese mismo espíritu inspira a mujeres de nuestro continente que, sin buscar protagonismo, se han convertido en símbolos de coraje cívico. Y cómo no mencionar a mujeres aguerridas como Paloma Valencia, Paola Holguín o María Fernanda Cabal, que demuestran en Colombia que el liderazgo femenino y las ideas de libertad no solo se encuentran, sino que juntas forman una fuerza histórica imposible de detener.
Hoy, frente a un mundo que debate entre control e independencia, nosotras hemos decidido ponernos del lado de la libertad. Y la libertad, con las mujeres al frente, está encontrando su voz más poderosa.