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No todo está perdido

Con horror comprobé que hacía parte de la generación que presenció la destrucción del planeta y no hizo nada. Que vio guerras y genocidios por televisión y tampoco.

hace 13 horas
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  • No todo está perdido

Por Sara Jaramillo Klinkert - @sarimillo

No sé exactamente cuándo comenzó. El vaso que vivía medio lleno, de repente, estaba medio vacío. La idea de salvar el mundo, que me movilizó durante gran parte de mi juventud, empezó a parecerme ingenua y hasta ridícula. Dejé de esperar cosas de los demás y me convencí de que lo único que podía cambiar era a mí misma y al pedacito que me correspondía. Que cada quien tenía que responsabilizarse de su propia basura. Mi visión del futuro era la viva imagen de la desesperanza. Con horror comprobé que hacía parte de la generación que presenció la destrucción del planeta y no hizo nada. Que vio guerras y genocidios por televisión y tampoco. Que fue testigo de la extinción de más de quinientas especies de animales y miró para otra parte. Había perdido la fe en la gente, en humanidad, en la posibilidad de un cambio colectivo que generara impacto.

Pero algo pasó en estos días. Algo que me tiene andando en muletas. Nadie creería lo diferente que se percibe el mundo desde unas muletas. Los taxistas se bajan del carro y me ayudan a acomodar. Los desconocidos me toman de la cintura cuando me encuentro con unas escaleras. Ayer estuve por horas en una sala de espera y, cada vez que me levantaba al baño, la señora del lado se adelantaba corriendo para abrirme la puerta y encenderme la luz. A donde llego aparecen sillas y decenas de brazos queriendo sostenerme. Mi amiga del alma me trae almuerzo, se sienta a verme llorar y luego me da consejos. Mi novio se ha vuelto tan buen amo de casa que estoy pensando en contratarlo. Familia y amigos vienen y van recordándome que no estoy sola. Aquí quería llegar: no estoy sola porque hago parte de una civilización en la cual todavía somos capaces de sentir compasión los unos por los otros, somos capaces de cuidarnos.

A la antropóloga Margaret Mead, durante una de sus conferencias, le preguntaron una vez cuál había sido el primer signo de civilización de la humanidad. Supongo que el auditorio esperaba que ella hablara de la invención y el uso de herramientas, de los petroglifos, de la sofisticación de los métodos de caza, de haber dejado atrás el nomadismo para cultivar alimentos y crear comunidades más sólidas. Su respuesta los dejó atónitos a todos y se volvió viral en redes sociales. «El primer signo de civilización fue un fémur de hace miles de años que tenía signos de haber sido fracturado y luego sanado». Tiene mucho sentido. En el reino animal romperse una pata es una condena de muerte. Un animal herido no puede procurarse comida, bebida ni cobijo. No puede huir de sus depredadores. Aquel fémur curado era la evidencia de un ser humano sintiendo compasión por otro. De un ser humano cuidando a otro el tiempo necesario que le tomara recuperarse. Si la civilización no es eso ¿entonces qué es?

Las muletas hicieron lo que toneladas de lecturas y terapia no habían podido. Me están devolviendo un poco de esperanza, me están haciendo sentir que quizá no todo está perdido. No todavía.

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