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Diplomacia a los tachones

La constante ya es conocida: una declaración grandilocuente de Gustavo Petro en X, seguida por el desconcierto del país y los titulares explosivos, que entre otras distraen la atención, y, finalmente, una rectificación a medias con tono de superioridad moral.

hace 11 horas
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  • Diplomacia a los tachones

Si se hiciera una bitácora, día a día, de las jugadas de la diplomacia colombiana esta semana, el tablero estaría lleno de tachones. Lo que comenzó como un anuncio del presidente Gustavo Petro para suspender la cooperación en inteligencia con Estados Unidos terminó, apenas 48 horas después, en una cascada de matices y desmentidos por parte de sus propios ministros. La Cancillería trató de apagar el incendio, pero para entonces el humo ya salía por las ventanas del Palacio de Nariño.

Y esa no fue la única “patraseada” de la semana. Nada más elocuente que el episodio en el que Petro dejó entrever que expulsaría al embajador estadounidense —una señal diplomática de alto voltaje—, solo para que la canciller Rosa Villavicencio saliera horas después a asegurar que en realidad no, que sería una “nota verbal”. El mismo patrón se repitió con la suspensión de cooperación con el FBI y la DEA: primero el anuncio contundente en X de Petro, luego el ministro del Interior, Armando Benedetti, afirmando que todo había sido un malentendido de la prensa.

Lo más preocupante no es que el presidente rectifique —eso, en diplomacia, puede ser incluso sensato—, sino que cada anuncio parezca ser hecho a la loca, para ser negado o corregido después.

La constante ya es conocida: una declaración grandilocuente de Gustavo Petro en X, seguida por el desconcierto del país y los titulares explosivos, que entre otras distraen la atención, y, finalmente, una rectificación a medias con tono de superioridad moral.

Así ocurrió también con aquel trino de las 3 de la madrugada, en enero, en el que Petro, con un lenguaje extravagante y desbordado, prohibió el aterrizaje de aviones de Estados Unidos con deportados colombianos que ya estaban en vuelo. Al entonces embajador Luis Gilberto Murillo y a la canciller Laura Sarabia les tocó ponerse durante el día a recoger los platos rotos que el mandatario había dejado regados en el camino. Y al final, a Colombia le tocó pagar para traer a los deportados.

Y si en Bogotá hay caos, en Washington no escampa. Porque tampoco puede decirse que la administración Trump esté actuando con altura. La imagen filtrada desde la Casa Blanca en la que se ve un montaje de Petro y Maduro vestidos de reclusos, es una afrenta tan burda como peligrosa. No se puede esperar moderación de un presidente estadounidense que convierte su política exterior en un reality show, ni de unos congresistas que se sienten cómodos exhibiendo “enemigos hemisféricos” en memes hechos con IA.

Pero que Trump juegue a la humillación no exonera a Petro de su responsabilidad. La política exterior colombiana parece hoy más un monólogo del mandatario que una estrategia nacional. Los análisis geoestratégicos rigurosos han sido reemplazados por trinos escritos a la guachapanga.

El impacto ya se siente. La amenaza de suspender la cooperación en inteligencia —por más que haya sido corregida— dejó en evidencia una fragilidad preocupante. Esa cooperación ha sido durante años una herramienta central en la lucha contra el narcotráfico, la defensa de las fronteras y la seguridad nacional. Cortar esos lazos, es pegarse un tiro en el pie. Significa aislar al país de esquemas estratégicos como el Grupo Egmont o la Estrategia Orión, mecanismos de lucha contra el crimen que requieren intercambio constante de datos. Y sobre todo, envía un mensaje de impunidad al crimen organizado.

Colombia había logrado posicionarse como un actor estable y confiable. Hoy, la imagen que se proyecta es la de un país cuyo presidente improvisa sanciones, lanza acusaciones sin pruebas y convierte cada crítica en una cruzada ideológica. La diplomacia no es un escenario para liberar traumas, sino para defender intereses. Si el presidente quiere pelear con Trump, que lo haga en sus memorias; pero que no arrastre al país en ese despliegue de egolatría.

Además del desgaste diplomático, el costo político es innegable. En lugar de avanzar en temas críticos como el comercio, el combate al crimen organizado o la inversión extranjera, Colombia hoy tiene que desgastarse desmintiendo al presidente o suavizando las consecuencias de sus arranques.

Se está deteriorando una relación que ha sido, con sus bemoles, una de las más estables y productivas para Colombia en las últimas décadas, porque se ha optado por la confrontación infantil, por la descalificación personal, por los gestos grandilocuentes sin hoja de ruta. En pocas palabras, por la política del ruido.

En diplomacia, el peor pecado no es el desacuerdo, sino la falta de credibilidad. Colombia no necesita complacer a Washington en todo, pero sí debe actuar como un Estado coherente, con instituciones capaces de sostener el peso de sus palabras.

La política exterior de Colombia se movió en el siglo XX dentro de dos grandes esquemas: el respice polum, la doctrina de Marco Fidel Suárez que ordenaba “mirar hacia el Norte” y consolidar la alianza con Estados Unidos; y el respice similia, formulado por López Michelsen, que invitaba a “mirar a los semejantes” —América Latina y el Caribe—; ahora, con Petro, parece estar en la diplomacia de los tachones, del megáfono y de los trinos llenos de fuego.

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