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El doble estándar de Petro con los jóvenes

Colombia necesita una ética pública que honre al joven que madruga, al estudiante que se esfuerza, al que respeta las normas. No podemos seguir siendo un país donde se protege al delincuente y se olvida al cumplidor.

17 de abril de 2025
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  • El doble estándar de Petro con los jóvenes

Estos días de Semana Santa, cuando el mundo católico se prepara para la crucifixión y resurrección de Jesús, se convierte en una oportunidad de reflexionar sobre los conceptos de justicia, perdón y redención. De manera particular cuando hoy, a pesar de que han pasado ya 20 siglos, aún Colombia no ha resuelto dilemas fundamentales sobre el significado de esas palabras. Y por el contrario parecen estarse trastocando significados fundamentales para una sociedad como lo que significa hacer el bien o hacer el mal.

La coyuntura que nos lleva a hablar de este dilema es la mención que hizo el presidente Gustavo Petro sobre el Tren de Aragua. Todos sabemos que se trata de una organización criminal transnacional que ha sembrado terror en Venezuela, Colombia y buena parte del continente, pero el mandatario, en lugar de condenar con firmeza sus acciones los describió como “jóvenes excluidos”.

En una lógica casi absurda, el mandatario alegó que estos jóvenes antes llevaban una vida cómoda en Venezuela —con televisión, ropa de marca y paseos dominicales por Miami—, que luego les tocó salir de su país y migrar a Colombia donde, dice Petro, son “los más excluidos”, y que por eso “respondieron con violencia”.

Como si –siguiendo la lógica de Petro– todo rico que pierde su fortuna, o cualquiera que tenga una crisis en su forma de vida, tuviera que meterse al crimen y esa fuera explicación suficiente para no cuestionarlo o incluso condenarlo. Que la solución, agrega Petro, es tratarlos con “amor, afecto”. (Nótese, de paso, que le atribuye la existencia del Tren de Aragua a un país que, como el nuestro por el contrario les ha abierto las puertas y el corazón a cerca de dos millones de venezolanos).

Esta visión condescendiente con los delincuentes no es nueva. Tras llegar al poder, Petro pidió que se liberaran judicialmente a miembros de la llamada Primera Línea —algunos con investigaciones por vandalismo, destrucción de infraestructura pública y agresiones a la fuerza pública durante el paro nacional de 2021— para convertirlos en “gestores de paz”. Esa lógica también está detrás del programa Jóvenes en Paz, que busca entregar un millón de pesos mensuales a jóvenes en riesgo de delinquir o que ya han tenido contacto con estructuras criminales.

La gran paradoja es que mientras tiende a exculpar sistemáticamente a los jóvenes que delinquen y a darles dádivas, por el contrario, el trato con los jóvenes que se comprometen sin titubeos con la legalidad y desde ahí luchan por salir adelante es todo lo contrario, no solo no ha condonado las deudas del Icetex, como alguna vez prometió, sino que el gobierno les aumentó a los estudiantes universitarios los intereses entre el 12% y el 17% anual, y redujo a menos de un cuarto los jóvenes beneficiados con los créditos para estudiar.

No se trata aquí de pedir la “crucifixión” de quienes han caído en el delito, ni de negarles su posibilidad de redención y reinserción. Queremos hacer evidente ese doble estándar corrosivo: aquellos estudiantes que optan por el camino del esfuerzo legal, ahora enfrentan una carga mayor, mientras el discurso oficial glorifica al que delinque o al que protesta con violencia.

Esa ambigüedad no puede entenderse plenamente sin considerar la historia de vida del propio Gustavo Petro. Su militancia en el M-19 —un grupo que optó por la vía armada, por fuera del Estado de derecho— no fue un accidente juvenil, sino una decisión consciente de confrontar al Estado desde la ilegalidad. Aunque años después acató la institucionalidad, esa etapa parece haber dejado en él una huella ideológica difícil de borrar: la visión del infractor como un rebelde incomprendido por la sociedad y del sistema legal como una estructura opresiva más que como garante del bien común.

En esa lógica, muchos de sus pronunciamientos recientes adquieren un cariz personal, casi de catarsis política. Como si al defender a jóvenes que hoy transitan por caminos similares a los que él recorrió décadas atrás, Petro intentara justificar no solo su presente, sino también su pasado. Su empatía hacia los miembros de la primera línea, hacia los jóvenes del Tren de Aragua, o su defensa de programas como Jóvenes en Paz podrían no nacer de una convicción de inclusión social, sino de una narrativa íntima, de una historia personal proyectada sobre la nación.

Cuando el jefe de Estado prioriza a quienes desafían las normas sobre quienes las respetan, no está reconciliando su pasado con el presente del país: está debilitando los cimientos morales de la sociedad. Y eso, a largo plazo, no redime a nadie. Solo prolonga el desencanto de los que aún creen que la legalidad puede ser un camino de dignidad y no de castigo.

Para que una democracia funcione se debe distinguir entre el que delinque y el que cumple, entre el que repara y el que reincide, entre la justicia y el clientelismo emocional.

Lo que el actual gobierno está promoviendo es una peligrosa cultura de indulgencia sin responsabilidad. Colombia necesita una ética pública que honre al joven que madruga, al estudiante que se esfuerza, al ciudadano que respeta las normas. No podemos seguir siendo un país donde se premia al que grita y se silencia al que trabaja, donde se protege al delincuente y se olvida al cumplidor.

Esta Semana Santa, más que indulgencia con los violentos, el país necesita compromiso con los justos.

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