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La grosería como política de Estado

La grosería oficial no es accidente, es estilo. Un Estado que debería ser ejemplo terminó hablando como si estuviera en la esquina más oscura.

hace 5 horas
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  • La grosería como política de Estado

En una democracia, las palabras no son simples adornos del poder: son instrumentos que ayudan a construir la legitimidad del Estado, el respeto y se fortalecen las instituciones. Por eso preocupa profundamente que, una vez más, miembros del gobierno del presidente Gustavo Petro usen el lenguaje de manera grosera, agresiva y degradante.

Esta vez el protagonista es el viceministro de Igualdad, quien en una conversación que reveló EL COLOMBIANO se refirió a la hija del presidente Petro con expresiones tan oprobiosas que no merecen ser copiadas de nuevo. Pero no se trata de un hecho aislado, y eso lo hace aún más grave.

La vulgaridad ha dejado de ser una excepción para convertirse en un signo distintivo de este gobierno. El propio presidente Petro se ha referido a los congresistas como “hp” y ha utilizado otras expresiones despectivas en contextos de alta exposición. Aún se recuerda aquella frase suya de que: “A mí nadie que sea negro me va a decir que hay que excluir a un actor porno”, una declaración no solo desafortunada, sino ofensiva y racista. A eso se suma la agresión verbal del hoy ministro del Interior, Armando Benedetti, contra la entonces jefa de gabinete Laura Sarabia o los contratistas del Estado, los llamados influencers, que pagados con plata pública tienen por tarea ofender e insultar sin filtro alguno.

Por no hablar de ministros como el de Igualdad y el de Educación que se hacían notar en sus redes sociales con todo tipo de expresiones grotescas y agresivas. O de aquella vez cuando el entonces canciller Álvaro Leyva le respondió a la directora de la Agencia de Defensa Jurídica del Estado: “Notifíqueme en la tumba, cuando salga el resultado de ese pleito, ya voy a estar muerto”, una frase que sintetiza el desprecio por las formas. (Nota al margen: A Leyva le llegó la notificación penal antes que la tumba).

Colombia está sometida a un régimen de la grosería y del insulto. Si la política se funda en el lenguaje, aquí asistimos a su demolición. Nunca un gobierno había rebajado tanto el nivel del Estado con tan poco pudor. Por momentos hace recordar aquella expresión que la revista The Economist eligió como palabra del año en 2024: kakistocracia, que viene del griego kàkistos (lo peor) y kratos (gobierno), el gobierno de los menos aptos.

Y no es que las palabras sean la medida de la calidad de un gobierno. Pero sin duda sí son un potente reflejo de él. La forma como los gobernantes se expresan no es un asunto menor: es un reflejo de su visión del Estado, del otro y del país. Con razón Hannah Arendt sostenía que la política se fundamenta en la palabra, y que la banalización de esa palabra abre la puerta a formas más profundas de desprecio y exclusión.

El Estado exige cierta dosis de majestad y para garantizar el respeto necesario debe estar por encima de las bajezas de la condición humana. Jefferson, uno de los padres fundadores de Estados Unidos, destacaba en cartas y discursos que la prepotencia y la degradación del trato público son la expresión de la ignorancia de los gobernantes.

La constante vulgarización del lenguaje en el gobierno Petro no solo denota una crisis de decoro: la función pública exige altura moral, respeto y mesura, virtudes que parecen ausentes hoy más que siempre. Lo que está en juego no es el tono de un tuit o el calor de un debate: es la noción misma de dignidad en el ejercicio del poder.

El lenguaje construye realidades. Y si el discurso oficial se llena de insultos, racismo y misoginia, no puede extrañarnos que la política se siga alejando de los ciudadanos, y que la violencia –verbal o física– se perpetúe como forma de hacer y entender el poder.

Colombia merece una dirigencia que honre la dignidad de lo público, no que la pisotee. La administración Petro, lejos de elevar los estándares de lo público, ha contribuido a su empobrecimiento simbólico. En lugar de gobernar con el ejemplo, ha hecho de la vulgaridad un rasgo de su legado.

La grosería oficial no es accidente, es estilo. Un Estado que debería ser ejemplo terminó hablando como si estuviera en la esquina más oscura. Arendt advertía que la violencia empieza cuando fracasa la palabra. .

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