Artistas malos-políticos buenos, o la puja entre lo woke y lo liberal

Un ensayo sobre el rumbo de las ideas liberales frente al avance del progresismo, la cultura de la cancelación y la creciente transformación de la política en espectáculo. A partir de lecturas de Carlos Granés, episodios recientes de la vida pública colombiana y anécdotas profesionales, el texto traza un mapa de cómo el debate contemporáneo ha diluido la frontera entre arte, activismo y poder.

hace 2 horas
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Alguna vez le dije a Roberto Palacio, profesor de filosofía que dirige el Café Filosófico de la Lerner (acaba de publicar Consumidores de atención: Sobre la dispersión y la atención en la era digital), que yo de alguna manera me consideraba anarquista. Lo dije sin pensarlo, como una intuición que traía de mucho tiempo atrás, pero sin fundamento teórico. Aquella conversación ocurrió en la librería, en el silencio característico de mi lugar de trabajo, que apenas se interrumpe por conversaciones de fondo entre libreros y clientes, en el ambiente controlado de la cultura y bajo la protección de la más liberal de las atmósferas. Mi anarquismo se desdibujaba en el placer que me producía el orden alfabético de los anaqueles, las temáticas que fluían de forma lógica de un mueble a otro, la actitud civilizada y nada estridente de los clientes, y el rumor efervescente de la impresora en el punto de pago.

Unos meses más tarde, cuando el discurso destructor de Gustavo Petro y sus seguidores llevó al famoso “estallido social” e imitó la trifulca que casi destruye la democracia chilena, aquella conversación con Roberto me dejó pensativo y avergonzado. ¿De cuál anarquía apetecible estábamos hablando?

Hace unos días salió al mercado El rugido de nuestro tiempo, el último libro de Carlos Granés, quien se ha convertido, en mi concepto, en el mejor ensayista de crítica cultural en nuestro país. Leyéndolo, recordé la primera conversación en la que, ante la pregunta de si yo era uribista (sí, votaría otra vez por Álvaro Uribe si la constitución lo permitiera), contesté: “Yo soy liberal”. A lo que me refería era justamente a lo que Granés identifica como la verdadera diferencia entre liberales y progresistas (o woke), que no tiene necesariamente que ver con reivindicaciones y valores. “El liberal entiende que el progreso social y moral de una sociedad se da desde la discusión civilizada y el debate público, mediante la búsqueda desinteresada del conocimiento y la investigación empírica, y gracias a las garantías que ofrece la libertad humanística y algo parecido al anarquismo artístico. Considera que al creador se le debe dar el mayor campo posible de libertad para que indague, critique, experimente y proponga. Y al levantar la mirada para otear el mundo, descubre que es la civilización occidental la que mejores condiciones ofrece para promover estos proyectos”.

Frente al “anarquismo artístico” del que habla Granés (y que sin duda se refiere al que yo decía defender: el de la absoluta libertad de pensamiento y expresión), el progresismo ha opuesto un activismo moralista que exige del arte el combate de “los intereses y prejuicios del mundo blanco”, una larga lista de premisas de las que quien pretenda salirse será cancelado y que tienen por objeto atacar el germen maligno de la civilización occidental (el machismo, el patriarcado, el colonialismo, el racismo, la inequidad...). Según la interpretación cultural que hace Granés, esta batalla lleva a muchas instituciones progresistas a una inevitable “complacencia con la violencia emancipadora”.

La lectura de El rugido de nuestro tiempo me hizo recordar otro episodio que no hace sino confirmar la tesis de su ensayo. En algún momento de 2018, trabajábamos mi amigo Peto Restrepo y yo (él progresista, yo liberal) en la producción de una película que habíamos escrito juntos y que se basaba en el libro Para matar a un amigo, escrito años atrás y al alimón con Simón Ospina, y que contaba la historia de un asesino de clase alta que se paseó impunemente por las calles de Medellín en los años 90.

Para el momento de la preproducción de la película (se tituló finalmente Amigo de nadie y está en Amazon para quien quiera verla), Medellín había creado la novedosa Comisión Fílmica, una institución cuya finalidad era atraer parte de la producción audiovisual concentrada primordialmente en Bogotá y para lo cual otorgaba beneficios tributarios e incluso estímulos que iban directo a aliviar los costos de producción. Por supuesto, hicimos el viaje de regreso a la tierra prometida. La amabilidad de las funcionarias que nos atendieron contrastaba por esos días con los discursos del alcalde Federico Gutiérrez (2016-2019), quien con el mismo aire moralizante y didactista de los progresistas (sin él ser uno de ellos) anunciaba su compromiso indeclinable con la cancelación de cualquier creación que, según él, fortaleciera la imagen denigrante y estereotipada de la cultura antioqueña.

Esta muestra anecdótica de un alcalde “liberal” que ataca el “anarquismo artístico” sin darse cuenta de que con ese gesto demuele una columna del liberalismo, era la muestra premonitoria de lo que estaba por venir. Los políticos destinados a convertirse en defensores del liberalismo empezarían a actuar como artistas de vanguardia (Granés emparenta el fenómeno con el dadaísmo de principios de siglo XX) en actos públicos que más parecían performances que eventos de seria agitación democrática. Las imágenes de la toma del capitolio de EE. UU. en 2021, con la fotografía de un hombre disfrazado de bisonte que se nos quedó a todos grabada en la memoria, o el acto de cierre de la campaña del plebiscito para el cambio constitucional en Chile en 2020 y cuyo clímax fue la extracción anal de una bandera chilena, marcó el momento en que los políticos decidían comportarse como artistas (como artistas malos) para captar la atención del público: “Era como si el político hubiera confundido su rol con el del artista, y ahora buscara la misma impunidad creativa para sus acciones políticas”.

Hace unos días, la fugaz señorita Antioquia fue vapuleada en medios de comunicación al descubrirse que había asumido la pésima y muy provocadora forma de comunicarse de uno de los candidatos a la presidencia para formular preguntas de corte político en entrevistas que subía a sus redes sociales. Al renunciar a la corona, la monarca regional de la belleza arguyó razones políticas que tenían que ver con el derecho a la libre expresión, la reivindicación feminista de ser aceptada como una mujer deliberante y opinadora, una suerte de polemista de la derecha que a la vez era bella y quería ser reina. Lo curioso del hecho es que la reina fue forzada a renunciar al mundo del espectáculo y a acelerar su paso a la política (no me parecería raro verla en una lista a la Cámara de Representantes), lo que confirma que a los políticos se les aplaude la más transgresora de las consignas mientras que a los agentes del espectáculo (la cultura y el espectáculo, ese otro tema espinoso) se les exigen discursos bondadosos y promotores de “la diversidad de la vida, el territorio y la paz”, tal como decía el exministro de Cultura Juan David Correa, a quien cita Granés en su ensayo.

La semana pasada, los noticieros de radio matutinos abrieron su programación con el cubrimiento del evento de Abelardo de la Espriella en el Movistar Arena. Más de quince mil personas asistieron al recinto para ver un espectáculo con artistas, comediantes y oradores de diferente pelambre. El candidato, con la barba delineada y sus labios gruesos, las cejas alzadas en alternancia y el ceño fruncido por momentos, fue el plato principal de la noche. A pesar de su aire a Mario Moreno, Cantinflas, De la Espriella me trae a la memoria a Silvio Berlusconi, a quien Juan Esteban Constaín atribuye la creación de la política como espectáculo. Berlusconi, un hombre común y corriente que en su juventud amenizó con el saxofón la caída de la tarde en cruceros de lujo, se convirtió con el paso del tiempo en un magnate de la televisión y del fútbol que se pavoneaba exhibiendo sus talentos y miserias para disfrute del público italiano. Esta puesta en escena lo llevó a gobernar durante nueve años y a ser el elector más importante de la alocada política italiana durante dos décadas. La política se convirtió probablemente desde ese momento en un desopilante reality, pues se concibió al buen político como aquel capaz de ganar elecciones entreteniendo al público y sin importar si sabía gobernar.

A pocos meses de terminar el mandato de Gustavo Petro, “la síntesis más sorprendente de la megalomanía que escolta al hombre providencial y de la incompetencia que padece quien confunde sus vicios con virtudes y los sueños con realidades” en palabras de Granés, el panorama electoral colombiano amenaza con convertirse en otro espectáculo insustancial pero con rating. Tras cuatro años del delirio de un presidente que “olvidaba que son los novelistas, no los políticos, los que pueden distorsionar la historia y proyectar sus deseos y anhelos para crear mundos nuevos y maravillosos”, la elección de un presidente liberal, serio, aburrido, estudioso de la realidad y con pocos alardes poéticos sería la más buena de las noticias del 2026. Sin embargo, dudo que los agentes culturales se animen a votar en contra del dogma, así sigamos por la senda que nos ha traído a estos pésimos gobiernos y al “arte inocuo e impostado, insoportablemente predecible, aburrido y conservador, más a la defensiva que abierto a la experimentación y la sorpresa”.

Más generación