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Las columnas de opinión no sirven para nada

08 de octubre de 2024
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  • Las columnas de opinión no sirven para nada

Por Javier Mejía Cubillos - mejiaj@stanford.edu

Toda la filosofía occidental está basada en el potencial de la argumentación. Los cimientos del método socrático mismo no son nada diferente que la irresoluta fe en que el debate es el ritual definitivo donde la verdad y la razón derrotan a la mentira y la charlatanería.

Y aunque la argumentación ha probado ser tremendamente útil para nuestra especie en el largo plazo, parece ser una herramienta insuficiente, sino es que inapropiada, para enfrentar contextos de alta tensión social, como el que vive el mundo occidental hoy. Lo diré con claridad, la argumentación no es la solución a la polarización que vivimos, y negarlo es sucumbir a la cómoda superioridad moral del intelectual ingenuo.

Para mí esto es completamente claro en mi trabajo como columnista. Luego de años ejerciendo esta labor, estoy convencido de que mis columnas no cambian la opinión de nadie. A veces logran darles elementos adicionales a las personas para soportar sus opiniones prexistentes, otras veces logran hacerles pensar en cosas sobre las que no habían pensado antes y, por tanto, sobre las que aún no tenían opiniones. Sin embargo, creo que mis columnas casi nunca llevan a que alguien abandone por completo una opinión sobre la que ha tenido profunda convicción.

Y sí, quizá eso no sea más que evidencia de mis limitadas habilidades en este quehacer, pero no tengo dudas de que usted experimenta algo parecido con regularidad. Con toda seguridad, sus discusiones con familiares sobre política suelen terminar en el mismo lugar donde empezaron—y no hablemos de las interacciones en redes sociales, donde podrá pasar horas discutiendo con desconocidos que no se moverán un centímetro de su opinión inicial.

Esta testarudez generalizada está siendo reforzada por las tecnologías actuales. Las redes sociales nos bombardean con contenido que valida nuestras creencias. No obstante, no estamos frente a un fenómeno meramente tecnológico, es algo que está enraizado en nuestra naturaleza. Los humanos tenemos toda una serie de sesgos cognitivos que nos llevan a rechazar información que desafía nuestras opiniones y a aceptar aquella que las reafirma. Y tampoco es una cuestión únicamente individual. Puesto que disfrutamos pasar tiempo con personas que se parecen a nosotros y que comparten nuestras creencias, nuestros patrones de interacción también nos mantienen en un sendero de permanente validación de nuestras opiniones.

Pero si la argumentación no nos sirve para persuadir a nadie, ¿qué otras herramientas existen para enfrentar la polarización actual? Diría que existen dos.

La primera es la argumentación misma, pero no vista como un esfuerzo por persuadir al opuesto, sino como una forma de reconfigurar la conversación pública. A lo que me refiero es que, aunque ninguna de mis columnas cambie la opinión de nadie en particular, sí suelen llevar a las personas a hablar de elementos diferentes a los puntos específicos donde las controversias se tienden a estancar. En el largo plazo, esto lleva a que la atención se aleje de controversias irresolubles y se dirija hacia nuevas conversaciones sobre las que aún no hay bandos completamente definidos y donde la discusión puede tener lugar con más fluidez. En general, fuera de los puntos de estancamiento tradicionales, es posible encontrar nuevos terrenos donde las opiniones de los extremos se pueden encontrar.

La segunda herramienta tiene que ver con la exploración emocional de nuestro comportamiento. El problema de la polarización no es realmente que las personas tengan opiniones diferentes, el problema es que no puedan sentarse en la misma mesa para llegar a acuerdos que traigan mejoras colectivas. Para este propósito, una amplia literatura en animosidad partidista ha encontrado que entender las vivencias e historias que llevan a las personas a construir sus opiniones son elementos que, aunque no suelen traer la adopción de la opinión opuesta, aumentan la probabilidad de que se esté dispuesto a conversar con el otro y a aceptar concesiones en el marco de una negociación. No se trata entonces de persuadir al otro a través de la razón, sino de buscar su comprensión por medio del sentimiento.

Estas herramientas pueden ser vistas con escepticismo. Es evidente que operan lentamente. Además, no representan victorias completas a las disputas ideológicas, puesto que no desaparece con ellas el disentimiento. Pero quizá eso esté bien. Quizá la sociedad a la que debemos aspirar no es una que carezca de disentimiento, sino una donde los contrarios estén dispuestos a hacer concesiones y se puedan llegar a acuerdos.

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