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La nueva inquisición progresista

Nadie tiene derecho a censurar el afecto entre dos adultos, pero tampoco nadie tiene derecho a ejercer de juez, jurado y verdugo digital.

hace 7 horas
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  • La nueva inquisición progresista

Por Diego Santos - @diegoasantos

Esta semana, un joven expuso a la hoguera violenta de las redes a una mamá que esta le tapó los ojos a su hijo cuando éste primero se besó con su novio. Si bien el rechazo de la madre en pleno siglo XXI no estuvo bien, mucho menos lo fue la reacción del muchacho, quien subió una foto de ella en X para denunciarla por “homofobia”.

Les soy franco; me abrumó más la intransigencia del joven que la de la mamá. Vivimos en una época paradójica. Los que hace unos años pedían tolerancia, hoy la niegan. Los que clamaban por la libertad de expresión, hoy la restringen a quienes no piensan como ellos. Los que se presentaban como víctimas del señalamiento, hoy se han convertido en los verdugos morales de todo aquel que no aplauda su credo.

Detrás del aparente acto de denuncia del joven se escondió otra cosa: la intención de un linchamiento público.

Esa mujer, cuya única “culpa” fue expresar una opinión indirecta —intolerante, sí, pero opinión al fin y al cabo— quedó expuesta ante más de 10 millones de personas. Su rostro circuló sin su consentimiento, su intimidad fue violada, y ahora corre el riesgo de perder su trabajo, su tranquilidad o incluso su seguridad personal. Todo porque alguien decidió que merecía ser cancelada.

¿Desde cuándo la libertad consiste en aplastar al que piensa distinto? ¿Desde cuándo la defensa de los derechos se volvió sinónimo de destruir al otro?

No se trata de justificar la actitud de la señora. Nadie tiene derecho a censurar el afecto entre dos adultos, pero tampoco nadie tiene derecho a ejercer de juez, jurado y verdugo digital. Esa es la lógica de las nuevas turbas del siglo XXI: los progresistas que se creen moralmente superiores, pero actúan con la misma violencia simbólica que tanto dicen repudiar.

La ironía es brutal. Antes, el odio se disfrazaba de religión. Hoy, el odio se disfraza de justicia social. Y en ambos casos, el resultado es el mismo: el miedo a opinar. Millones de personas callan por temor a ser señaladas, caricaturizadas o expuestas. La autocensura se volvió el nuevo orden moral. Y así, en nombre de la diversidad, se impone el pensamiento único.

El joven pudo haber respondido con altura, con un mensaje empático: “Ojalá un día nadie vea un beso entre dos hombres como una amenaza”. Eso era un gesto valiente. Pero prefirió la venganza, que degrada. Por eso lo llamé desgraciado, y por eso le deseo que todo el peso de la ley le caiga encima.

Porque lo verdaderamente peligroso no es que dos hombres se besen. Lo peligroso es que una sociedad empiece a creer que solo una verdad —la suya— tiene derecho a existir.
Es hora de empezar a decirlo sin miedo: la libertad no puede ser selectiva. Defender los derechos de unos no puede implicar silenciar a los demás. Porque cuando la tolerancia se vuelve herramienta de intimidación, deja de ser tolerancia y se convierte en tiranía.

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